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Sánchez quiere que pienses que no hay alternativa a su plan
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Ramón González Férriz

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Sánchez quiere que pienses que no hay alternativa a su plan

A pesar de sus muchas diferencias con Thatcher, Pedro Sánchez ha adoptado la misma estrategia: vender sus decisiones como si fueran un destino inevitable

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, interviene durante el cierre de la campaña electoral del PSdeG. (Europa Press/Álvaro Ballesteros)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, interviene durante el cierre de la campaña electoral del PSdeG. (Europa Press/Álvaro Ballesteros)
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A principios de los años ochenta, Margaret Thatcher hizo célebre una expresión: “There Is No Alternative” (“no hay alternativa”). Esta, sintetizada en las siglas TINA, se convirtió en el argumento que utilizaba cada vez que quería implantar una nueva medida política, sobre todo si era impopular. No hay más alternativa que hacerlo, decía. A veces reconocía que sí había otras opciones, pero todas ellas, afirmaba, conducían al desastre. De modo que, en realidad, no había alternativa. Era una manera de convertir las legítimas decisiones de un político en un dogma.

A pesar de sus muchas diferencias con Thatcher, Pedro Sánchez ha adoptado la misma estrategia: vender sus decisiones como si fueran un destino inevitable. No hay más alternativa que pactar con los independentistas y los nacionalistas regionales; no hay más alternativa, para conseguirlo, que amnistiar a los primeros y ceder ante los segundos; cuando sea necesario, no hay más alternativa que asumir un papel subalterno, como hizo el PSOE con el BNG en Galicia; no hay más alternativa que hacer lo que hago yo. En ocasiones, el presidente señala que, en realidad, sí hay otra opción: un Gobierno de la ultraderecha. Pero como es una idea que ningún español de bien debería contemplar, transmite, a todos los efectos no hay alternativa.

Como Thatcher, Sánchez ha conseguido que su partido y sus partidarios mediáticos repitan el dogma como si fuera una evidencia empírica. La gran diferencia es que Thatcher llegó al Gobierno con la intención de cumplir un plan en el que creía; Sánchez ha convertido una necesidad logísticaconseguir los votos para ser investido— en un programa, casi en un credo.

Más igualdad, más desigualdad

Sin embargo, esta manera de hacer política tiene límites. Sobre todo cuando el político en cuestión pierde de vista que el TINA puede agotar a la sociedad. Se podría pensar que eso es lo que indica el resultado de las elecciones gallegas. Que eso señalarán las vascas, las europeas y, tal vez, más adelante, las catalanas. Pero Sánchez ha entendido que su TINA gusta a una parte del electorado que no es mayoritaria, pero que, dada la fragmentación actual, puede bastar para gobernar precariamente el país.

Foto: El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/Álvaro Ballesteros) Opinión

Eso ha requerido cambiar la respuesta a la pregunta de para qué sirve la izquierda en España. Según esta nueva interpretación, la izquierda, por un lado, debe aumentar la igualdad económica de los españoles mediante más recaudación fiscal, fuertes políticas de redistribución y medidas que propicien la subida de los sueldos más bajos. Y debe, por el otro, aumentar la desigualdad territorial concediendo más peso a las élites locales aliadas para que hagan políticas en el filo de la Constitución. Lo primero es un programa de izquierdas ortodoxo: puede no gustar, pero no tiene nada de raro. Lo segundo es el reflejo de algo más complejo que, procedente de la izquierda del PSOE, ha ido ganando peso en este: la percepción de que uno de los problemas estructurales de España es que las élites del Estado están dominadas por la derecha, lo que hace inviable cualquier transformación. Ante la imposibilidad material de deshacer eso en un par de legislaturas —más allá de minar en lo posible la credibilidad del sistema judicial y colonizar toscamente todas las instituciones posibles, desde el CIS al Consejo de Estado o los reguladores del mercado—, es preferible descentralizar el poder hacia élites locales que, aunque sean de derechas, como el PNV y ERC, o de derecha radical, como Junts, comparten la sensación de que no hay transformación posible con el Estado tal como es. No hay, pues, alternativa.

Pero ¿no la hay?

La pregunta que se hacen muchos, entre ellos varios veteranos del PSOE y unos cuantos votantes de izquierda que piensan que esta es filosóficamente incompatible con el nacionalismo, es: ¿de veras no hay alternativa? ¿No sería mejor buscar otros aliados, por difícil que sea? ¿Acaso no se podrían pactar algunas cosas con el PP? Aunque sea una decisión contra natura, ¿no valdría la pena renunciar temporalmente al poder para reconstruir una mayoría más autónoma?

Foto: Pedro Sánchez, este lunes, en la reunión de la Ejecutiva Federal tras el 18-F. (EFE/PSOE/Eugenia Morago)

Lo que muchos de estos disconformes temen es una España confederal en la que el Gobierno central actúe cada vez más como un mero agitador ideológico y un coordinador político, y no como la herramienta ejecutiva de la soberanía nacional. Pero temen también otra cosa: que, en los años que le quedan como presidente, Pedro Sánchez acabe vinculando de manera irreversible la izquierda con los nacionalismos regionales. Esta clase de votante de izquierdas puede asumir sin demasiadas complicaciones pactos puntuales con esas fuerzas. Pero teme que Sánchez esté convirtiendo ese recurso en algo estructural. En una estrategia a largo plazo. En la única posibilidad para que la izquierda mande. Como si no hubiera otra alternativa.

No estoy seguro de que el resultado de las elecciones gallegas o el probable fracaso del PSOE en las vascas, las europeas y las catalanas sean una consecuencia directa de la amnistía. Pero es evidente que la mutación que Sánchez está imponiendo a la izquierda española tiene efectos en todo el sistema. Él y su entorno más inmediato parecen pensar que esa mutación no es un capricho, ni siquiera una forma de sobrevivir, sino la única manera posible de que la izquierda gobierne. No hay alternativa y las consecuencias, como la creciente pérdida de poder local y regional, deben asumirse como inevitables. Quizás el presidente tenga razón. Quizá los disconformes sean una minoría irrelevante electoralmente. Pero el TINA solo funciona mientras la gente decide creérselo. Hasta Thatcher acabó descubriéndolo. Pero a ella el truco le duró más de una década.

A principios de los años ochenta, Margaret Thatcher hizo célebre una expresión: “There Is No Alternative” (“no hay alternativa”). Esta, sintetizada en las siglas TINA, se convirtió en el argumento que utilizaba cada vez que quería implantar una nueva medida política, sobre todo si era impopular. No hay más alternativa que hacerlo, decía. A veces reconocía que sí había otras opciones, pero todas ellas, afirmaba, conducían al desastre. De modo que, en realidad, no había alternativa. Era una manera de convertir las legítimas decisiones de un político en un dogma.

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