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Libertad de expresión e injurias a la Corona
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Gonzalo Quintero Olivares

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Libertad de expresión e injurias a la Corona

Bueno es saber si se trata de una oposición a que la ley penal dedique una especial protección a la Jefatura del Estado o si solamente es un modo indirecto de atacar a la monarquía parlamentaria como forma constitucional del Estado

Foto: El rey Felipe. (EFE/David Borrat)
El rey Felipe. (EFE/David Borrat)

Según ha trascendido, el Gobierno tiene la firme decisión de poner en marcha lo que ha calificado como Plan de Acción Democrática. No es preciso ser un genial analista para, una vez conocidas las diferentes vertientes del tal plan, maliciar que entre los motivos que impulsan la decisión ocupan un lugar central los problemas del presidente y el PSOE y otras cuitas ajenas al interés del Estado, así como la necesidad que tienen Sumar y su lideresa de exhibir presencia y capacidad de determinar decisiones, como sería la supresión de los delitos de injurias a la Corona y a la religión, así como los ultrajes a la bandera.

El deseo de ajustar cuentas con todo medio de comunicación que se haya enfrentado o criticado al Gobierno, también se vislumbra detrás de la anunciada Ley de Publicidad Institucional. Otro tanto se puede decir de la modificación de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, sobre protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, en relación con todo aquello que, según los afectados, son casos de lawfare frutos de desviaciones judiciales. También se incluye la reforma de la Ley de Secretos Oficiales, demandada por el PNV desde hace lustros y que, en todo caso, siendo necesaria, no puede frivolizarse.

Es evidente que no es posible entrar en todos esos temas, aunque sería preciso hacerlo, pero en estas notas me limitaré a algunas observaciones sobre la proyectada supresión del delito de injurias a la Corona, que, según se dice, iría acompañado de la simultánea desaparición de los delitos de injurias a las Altas Instituciones del Estado o a las Fuerzas Armadas lo cual es, claramente, un envoltorio para disimular el objetivo prioritario que es lo concerniente al Rey, que, además, vienen exigiendo desde hace tiempo los partidos situados (se dice) a la izquierda del PSOE, como son Bildu, ERC, el PCE, o IU, y que, por lo visto, no parece mal al actual PSOE.

Ese conjunto de formaciones políticas proporciona la denominación de origen a la idea, que, por otra parte, se presenta como una conditio sine qua non, para que la democracia sea una realidad. Por supuesto, nada se dice sobre si esa sería la misma idea en el caso de que se tratara de injurias al presidente de la República. La cuestión no es baladí, pues bueno es saber si se trata de una oposición a que la ley penal dedique una especial protección a la Jefatura del Estado o si solamente es un modo indirecto de atacar a la monarquía parlamentaria como forma constitucional del Estado establecida por la Constitución de 1978, con la cual se quiere acabar. Así contemplada la cuestión, y recordando la mentada denominación de origen, habría que ser bastante ingenuo para aceptar que el tema se circunscribe a rechazar la tutela especial a la Jefatura del Estado.

Foto: Begoña Gómez. (Europa Press/Isabel Infantes) Opinión

Diferentes son las observaciones posibles sobre la cuestión de la aplicación de la figura de injurias. Es verdad que es un delito que no existe en algunos sistemas, pero sí en otros. Por ejemplo, en EEUU no existe un delito de injurias al presidente, salvo que el hecho constituya difamación, en cuyo caso puede determinar la imposición de penas. En cambio, en Francia la difamación al presidente de la República, ministros o autoridades es una conducta delictiva, y lo mismo sucede en Alemania, cuyo Código penal (art.90) castiga la denigración del presidente de la República federal. Otro tanto puede decirse de los Códigos de Bélgica, Dinamarca, Grecia, Italia, Países Bajos, Portugal o Suecia. Así pues, es mayoritario en Europa el castigo de la difamación al jefe del Estado, sea Rey o presidente de la República.

En nuestro derecho el problema comienza con la desafortunada descripción del delito de injurias, en la que se mezclan las descalificaciones e insultos con la imputación de hechos falsos, lo que es la esencia de la difamación. La primera parte puede ser acogida por la libertad de expresión, pero esa libertad no puede alcanzar en ningún caso a las difamaciones. El legislador español, atado a un concepto social del honor, en el que cabe el insulto, el ataque al buen nombre o al prestigio social, nunca ha querido limitar la intervención del derecho penal a la represión de los infundios y mentiras dañinas, como es común en otros Códigos, y no se trata de sostener que el honor del jefe del Estado, del Rey en nuestro caso, sea más importante que el de cualquier ciudadano, sino de que la imputación de hechos falsos puede trascender a su persona y dañar a la imagen misma del Estado, lo cual no se produce cuando el difamado es otro.

Foto: Camilo de Ory. (EFE/Patricio Alvargonzález)

Es cierto que también existe el recurso a la acción civil, pero si se acepta que la difamación del jefe del Estado va más allá de su persona, habrá que aceptar también que la tutela frente a los ataques no haya de dejarse exclusivamente en una acción impulsada por el propio jefe del Estado.

Evidentemente, toda esta argumentación parte de una condición previa, que es la reforma del Código Penal para adecuar el delito de injurias a algo más concreto y objetivable, como es la falsa afirmación de hechos que lesionen la probidad del difamado, dejando para las vías de indemnización de daños morales los insultos y demás palabras vejatorias tan usuales en las costumbres hispanas, pero ahí topamos con el problema paralelo: la viabilidad de una reforma del Código penal, lo cual requiere la aprobación de una Ley Orgánica que derogue unas normas e incorpore otras.

A las dificultades propias de la consecución de la mayoría suficiente para ello se añadiría, sin duda alguna, las exigencias de uno u otro partido de la pseudomayoría parlamentaria que, una vez abierto el melón del Código querrían aprovechar el viaje para sus particulares peticiones, pues en España no hay partido que no tenga programada alguna “inaplazable” reforma de las leyes penales, y eso acabaría de hacer imposible la operación contra la Corona que tanto desea, por lo visto, Sumar.

La conclusión es clara, en mi opinión: el anuncio de las consecuencias legales que necesariamente ha de tener el Plan de Acción Democrática tiene más de postureo orientado a mantener encendida a saber qué clase de llama progresista. Pero, sea como fuere, no estaría de más abrir un debate sereno y sin demagogia barata sobre el tema de la tutela de la Jefatura del Estado, materia en donde, al parecer, lo progre pasa por no respetar.

*Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho Penal y abogado.

Según ha trascendido, el Gobierno tiene la firme decisión de poner en marcha lo que ha calificado como Plan de Acción Democrática. No es preciso ser un genial analista para, una vez conocidas las diferentes vertientes del tal plan, maliciar que entre los motivos que impulsan la decisión ocupan un lugar central los problemas del presidente y el PSOE y otras cuitas ajenas al interés del Estado, así como la necesidad que tienen Sumar y su lideresa de exhibir presencia y capacidad de determinar decisiones, como sería la supresión de los delitos de injurias a la Corona y a la religión, así como los ultrajes a la bandera.

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