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A cualquier cosa llaman "acción por la democracia"
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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A cualquier cosa llaman "acción por la democracia"

Cuando un Gobierno como este habla de acción por la democracia, hay que interpretar intervención de la democracia

Foto:  Voto depositado en una urna electoral. (EFE/Andreu Dalmau)
Voto depositado en una urna electoral. (EFE/Andreu Dalmau)
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Culpar al sistema electoral de la degeneración de nuestra democracia es tan frecuente como paradójicamente erróneo. El desarrollo de las elecciones es de las pocas cosas fiables que quedan en nuestro maltrecho sistema político.

En el famoso ranking de The Economist, España obtiene una puntuación de 9,58 sobre 10 en el apartado "Proceso electoral y pluralismo", uno de los cinco criterios con los que se elabora la clasificación. Es esa excelentísima calificación en la calidad de los procesos electorales la que nos permite permanecer en el grupo de las llamadas "democracias plenas". En los otros cuatro criterios (funcionamiento del Gobierno, participación política, cultura política y derechos civiles) estamos lejos de ese nivel y no dejamos de bajar en los últimos años.

Sin adentrarnos en tecnicismos, la cosa se resume en pocas palabras: en España es materialmente imposible dar un pucherazo, hacer trampas o alterar el resultado de unas elecciones (que, por otra parte, están completamente sometidas al control judicial). Por otro lado, el funcionamiento de nuestra administración electoral es notablemente eficiente y rápido. Hay muchas cosas por las que preocuparse seriamente en cuanto a la progresiva corrosión institucional de esta democracia, pero entre ellas no está la limpieza de las elecciones.

Ciertamente, siempre estará abierto el debate sobre las ventajas e inconvenientes de los distintos sistemas electorales. En esa materia, me apunto a la escuela ecléctica: no existe un sistema electoral perfecto. Todos ellos son como mantas cortas: si te proteges por un lado, te descubres necesariamente por otro. El nuestro ha sido capaz, con las mismas normas, de alumbrar varios modelos parlamentarios derivados de las preferencias de los votantes en cada momento. Conocimos el bipartidismo cuando los dos grandes partidos, PSOE y PP, agruparon el 85% de los votos; pero también una extrema fragmentación de la representación, con 20 partidos en el Congreso, cuando los electores lo quisieron así. Dejen de echar la culpa de nuestros males al señor D’Hondt, que no hizo nada malo, o a la falsa ventaja que se atribuye a los partidos nacionalistas, cuyo número de escaños refleja casi exactamente el porcentaje de votos que reciben. Somos nosotros, y no el sistema electoral, quienes dibujamos el Parlamento y creamos las condiciones para que el país resulte más o menos gobernable.

Foto: Pilar Alegría, con los ministros Pablo Bustinduy y Jordi Hereu al fondo. (Europa Press/Jesús Hellín)

En España los elementos estructurales del sistema electoral se incorporaron a la Constitución (grave error, en mi opinión) y ello lo hizo inamovible en la práctica. En ella se establece que el sistema tiene que ser proporcional; que el número de diputados del Congreso tiene que estar entre 300 y 400 (una cifra ridículamente baja comparada con los países de nuestro tamaño y población); que la circunscripción ha de ser la provincia; y que el número mínimo es de dos escaños por distrito (salvo Ceuta y Melilla), porque si no ya no sería proporcional. Repartan proporcionalmente 348 diputados entre 50 provincias y se toparán con lo que más trastoca el sistema, que es el muy superior peso de las circunscripciones pequeñas sobre las grandes. La España del interior -salvo la isla de Madrid- está vacía de habitantes, pero repleta de escaños en el Congreso. Eso ya no tiene remedio, porque jamás se logrará el consenso necesario para una reforma constitucional que cambie la arquitectura del sistema electoral.

La Ley Electoral queda como un mero reglamento de desarrollo de los aspectos adjetivos del sistema: nada de lo que se toque en ella cambiará algo sustancial. El texto de la actual LOREG es manifiestamente mejorable. Fundamentalmente por su obsolescencia, reflejo de la de las mentes de los legisladores.

Foto: Pedro Sánchez, en el cierre de campaña de las elecciones europeas, en Fuenlabrada. (Europa Press/Alejandro Martínez Vélez)

Parece mentira que en 2010 -fecha de la última reforma amplia del texto- Sus Señorías aún no se hubieran enterado de la existencia de un artefacto llamado internet y continuaran regulando hasta el hartazgo cosas tan arcaicas como el reparto de vallas, banderolas, cuñas de radio y espacios de televisión.

Si algo amenaza hoy la limpieza de las elecciones es el uso masivo de las tecnologías digitales -no digamos de la inteligencia artificial, que ya está aquí- para manipular las campañas, intoxicar a los electores y, llegado el caso, sabotear la propia votación. Hoy, cualquier partido moderno dedica más de la mitad de su presupuesto de campaña al activismo en el espacio digital. En las elecciones generales de 2023, en la última semana, el partido de Sánchez lanzó una operación de intoxicación masiva, violando varias leyes (entre otras, la de protección de datos), que pasó bajo el radar de la Junta Electoral y de sus rivales esclerotizados del PP. Está comprobado que la interferencia exterior en las votaciones de otros países es una de las formas actuales de la guerra híbrida. Que se lo pregunten a Putin, a los promotores del Brexit o, aquí, a los independentistas catalanes. Pero nada de eso parece preocupar al legislador español ni merece ser considerado por el Gobierno en su falsario Plan de Acción por la Democracia, que se asemeja más a un plan de intervención de la democracia.

El anteproyecto de ley que el Consejo de Ministros aprobó este martes presenta dos naderías como si fueran heroicas conquistas democráticas. El primero es la obligación de acudir a los debates electorales que organicen los medios públicos de comunicación. Primera pregunta: ¿todos ellos, o sólo la TeleSánchez, apodada RTVE? Segunda, más relevante: ¿Cómo diablos en un país libre se obliga a participar en un debate a alguien que no quiere hacerlo? ¿Enviarán a una pareja de la Guardia Civil para que lo conduzca por la fuerza? ¿Se le impedirá que envíe a otra persona en su lugar? Digo yo que, al menos, cada partido debería poder elegir a quien lo represente en cada debate o acto de campaña. Entre otros motivos, porque la figura de candidato a la presidencia del Gobierno es retórica, pero no existe en la legislación española.

Foto: Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión

En los países en que los debates electorales son sagrados (por ejemplo, Estados Unidos), suceden dos cosas interesantes: primero, la organización y regulación de los debates no corresponde al Gobierno, sino a una comisión independiente, y no se celebran en medios públicos sino en instituciones privadas. Segundo, no es obligatorio participar en ellos, pero el candidato que no se presente seguramente firmará su derrota. Este no es un problema de leyes o reglamentos, sino de la cultura política de la sociedad. Es el electorado quien sanciona a los escaqueadores, y no existe medida más disuasoria que esa.

El segundo timo es el de la publicación de los ficheros con los microdatos de las encuestas. Los microdatos son los ficheros codificados -obviamente, anónimos- de cada una de las entrevistas que se realizan en una encuesta. Para descifrarlos se necesita usar programas altamente sofisticados de tratamiento de información estadística, lo que no está al alcance del 99,99% de la población. Sirven para que analistas profesionales o investigadores especializados realicen cruces o practiquen simulaciones de laboratorio. Como muestra, aquí tienen las instrucciones del CIS para el manejo de los microdatos de sus encuestas.

Además, es falso que las estimaciones de resultados (la llamada "cocina") se hagan con los microdatos. El método convencional es constatar los excesos o defectos sistemáticos en la representación muestral de los votantes de ciertos partidos -que se suelen producir durante el trabajo de campo- y, junto con otros indicadores extraídos de las respuestas al cuestionario, corregir las desviaciones, devolviendo a cada partido su peso real. En la jerga del oficio, ese tipo de desviaciones se llama "autoclasificación de la muestra".

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en Bruselas. (EFE/EPA/Olivier Matthys) Opinión

Me parecería más equitativo exigir que los institutos incluyan en la ficha técnica la metodología concreta que han usado para obtener su estimación que la mandanga de los microdatos, que son un enigma indescifrable para cualquiera que no sea experto. Pero la estafa continuada de las estimaciones de Tezanos no resulta de todo esto, sino de una inversión golfa del orden de los factores: primero le dictan en Moncloa el resultado que tiene que dar y después, ya si eso, hace la encuesta.

Eso sí, al Gobierno y a los partidos no les inquieta en absoluto mantener contra viento y marea la censura de las encuestas, probablemente anticonstitucional, en la última semana de la campaña. Ellos poseen esa información para influir sobre nuestro voto, pero a nosotros nos la secuestran para decidirlo con conocimiento de causa.

Culpar al sistema electoral de la degeneración de nuestra democracia es tan frecuente como paradójicamente erróneo. El desarrollo de las elecciones es de las pocas cosas fiables que quedan en nuestro maltrecho sistema político.

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