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Tribuna Internacional
Por
Patriotismo y europeísmo
En tiempos de paz, es más complicado delimitar el verdadero patriotismo. ¿Puede sacrificarse la patria en el altar de una unión supranacional o, incluso, de un universalismo despojado de emociones?
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El patriotismo es un sentimiento casi universal. Su manifestación más pura es la que se experimenta en la guerra contra el enemigo: se presenta entonces como un sentimiento sin fisuras, que permite una comunión unánime de todos los patriotas, especialmente al principio de la guerra o a su final, siempre que se haya logrado la victoria, porque la derrota es siempre un disolvente del consenso patriótico. En tiempos de paz, sin embargo, es más complicado delimitar el verdadero patriotismo. ¿Se identifica con determinados valores y no otros? ¿Requiere la misma interpretación de la historia nacional, poniendo énfasis en tal o cual acontecimiento y disminuyéndolo en otros? ¿Es verdadero patriotismo aquel que deslegitima a los connacionales que no comparten los mismos valores o interpretan el pasado nacional de distinto modo? ¿Puede sacrificarse la patria en el altar de una unión supranacional o, incluso, de un universalismo despojado de emociones?
Todas estas preguntas son pertinentes, pero quisiera centrarme en la última, que creo que adolece de un planteamiento equivocado. Para que no se me malinterprete, diré de entrada que me considero un patriota español. Me siento profundamente interpelado por la historia y circunstancia de España, que siempre he tratado de analizar y comprender, y no concibo mi identidad sin la condición de español. Vivo mi patriotismo español en plena armonía con un europeísmo que emana de mi identidad europea, que complementa a la española. Desde que ingresé en la carrera diplomática, las banderas rojigualda y azul con doce estrellas me han acompañado en despachos, residencias y ceremonias. Por todo ello, mi primera reacción sería identificarme con el título del nuevo grupo parlamentario del Parlamento Europeo: Patriotas por Europa.
Sin embargo, no entiendo por qué su hostilidad hacia la Unión Europea, a la que a veces describen como "globalismo de Bruselas". Los principales puntos en común de los partidos que integran el grupo, además de esta hostilidad a la UE tal y como está conformada en la actualidad –de acuerdo, no se olvide, a unos tratados internacionales que todos los Estados miembros han ratificado según los respectivos procedimientos constitucionales-, tienen que ver con tres elementos centrales: los valores tradicionales de raíz cristiana, la migración y la agenda verde.
Dentro de los valores tradicionales, destacan dos principalmente: el derecho a la vida (que se entiende fundamentalmente como crítica al aborto o, al menos, al aborto sin ningún tipo de limitaciones) y la defensa de la orientación sexual clásica (con dos puntos que sobresalen, a saber, la crítica al matrimonio homosexual y a la identidad de género, con su derivada de la condición de transgénero). Con independencia de la posición de cada persona y elector en relación con estos temas, nada tiene que ver la Unión Europea con el núcleo de su regulación, que es competencia nacional, por lo que la existencia y extensión de los derechos respectivos se decide por los electores nacionales. De hecho, en países como Polonia el aborto sólo es legal en caso de riesgo de muerte para la madre o si el embarazo es resultado de violación o incesto. Por lo que hace al matrimonio homosexual, son bastantes los países de la UE que sólo reconocen uniones civiles como único vínculo legal para las parejas homosexuales, y, en algunos casos, con efectos muy limitados. Hay incluso Estados miembros, como Bulgaria, que ni siquiera contemplan esta última posibilidad.
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La cuestión de la migración podría en principio tener una apoyatura más sólida como aglutinante de dicho grupo político, cuyos integrantes se manifiestan sin ambages contra la inmigración, con especial énfasis en la inmigración de origen musulmán –incluidos los descendientes ya nacidos en territorio europeo- y, sobre todo, con particular contundencia en la lucha contra la inmigración ilegal. Como alternativa a la migración sugieren el fomento de las políticas de natalidad. Sin entrar en excesivo detalle, son pertinentes las siguientes observaciones:
En el caso de la migración legal, la competencia es básicamente de cada Estado miembro. Sólo en los casos de reunificación familiar –cuyos supuestos los deciden los Estados miembros- existe legislación comunitaria que regula el derecho de residencia del familiar no comunitario en otro país de la UE. Las políticas de natalidad son también competencia nacional y ningún país, ni siquiera Hungría, el Estado miembro que más ha desarrollado estas políticas, ha encontrado la fórmula para revertir de manera continuada tasas de natalidad menguantes. En principio, todos los países europeos querrían mayores tasas de natalidad para su población, y podría pensarse en un enfoque paneuropeo que, sobre la base de las mejores prácticas nacionales, fomentara e incluso subvencionara alguna de esas políticas. Por ello, sería esperable en este punto más bien una actitud positiva hacia la UE en la medida que pudiera potenciar el crecimiento vegetativo de la población europea.
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Sería entonces en el ámbito del asilo y la inmigración ilegal donde, más bien, se focalizaría la frustración de esta corriente política con la UE. Es cierto que la UE tiene competencias regulatorias en la materia, pero antes que nada es preciso preguntarse por qué las tiene, cuando, en sus orígenes, la CEE sólo preveía la libre circulación intracomunitaria de trabajadores. La UE asumió esta competencia a partir del Tratado de Maastricht –en lo que se refiere a visados comunes de corta duración- (1992) y, sobre todo, del de Ámsterdam (1997). Estos dos tratados, el primero de modo preliminar, y el segundo íntegramente, incorporaron disposiciones y la lógica del Tratado de Schengen, firmado inicialmente en 1985 por cinco países al margen de la CEE -esto es, de manera intergubernamental- para favorecer la circulación de personas y remover los controles fronterizos en el interior de manera permanente, restableciéndolos solo de manera excepcional.
La libertad de circulación de los ciudadanos europeos por toda la UE –es más correcto decir en el espacio Schengen, pues no se solapan por completo- sin apenas controles fronterizos se ha convertido en uno de los logros del proyecto de integración europea más reconocible y valorado por los ciudadanos europeos, con independencia de su ideología. En los días más difíciles de la pandemia del covid, en que se cerraron las fronteras salvo limitadas excepciones, los europeos reparamos en la importancia del libre cruce de las fronteras intraeuropeas, algo que dábamos por sentado como el aire que respiramos, que solo lo echamos en falta cuando desaparece.
La idea de abolir las fronteras interiores es la que puso el foco en las exteriores: sin control en las fronteras internas, pueden cruzarlas no solo los ciudadanos y residentes legales, sino también aquellas personas que se encuentren ilegalmente en un Estado miembro. Por tanto, las entradas irregulares en cualquier punto de la frontera externa podrían afectar, incluso poniendo en riesgo su seguridad, a cualquier otro Estado miembro que fuera parte del espacio Schengen (y de otros no miembros de la UE que también se han incorporado a este último: Islandia, Noruega y Suiza). Como consecuencia de ello, exigía una coordinación inexistente hasta entonces sobre las autorizaciones de entrada en dicho espacio –al menos las de corta duración, las más frecuentes-. Ello motivó los primeros pasos hacia un enfoque común de las fronteras exteriores, en concreto con la introducción de los visados Schengen de corta duración, lo que requería unas listas consensuadas de personas con entrada prohibida, así como de países a cuyos nacionales se exigía o no visado de corta duración, incluido el de tránsito aeroportuario. Asimismo, se hizo evidente que los Estados con frontera exterior soportaban mayor presión que los que no la tenían, especialmente los expuestos a las rutas migratorias en el Este y Sur de Europa, por lo que se terminó creando una suerte de policía de fronteras europea llamada Frontex, financiada con cargo al presupuesto europeo.
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Las fronteras externas, incluso si hubiera sido posible hacerlas totalmente herméticas físicamente, iban a seguir teniendo fisuras legales derivadas de las obligaciones asumidas por cada uno de los Estados miembros en tanto que signatarios de la Convención de Ginebra de 1951 sobre el estatuto de los refugiados y su protocolo de 1967, que disponen que toda solicitud de protección internacional debe ser examinada, con independencia de si el solicitante se encuentra en el interior -aunque sea de modo irregular- o fuera del territorio de la UE.
Finalmente, aquellos que entraron de manera ilegal –o, si lo hicieron legalmente para una estancia de duración determinada, la excedieron, convirtiendo la estancia en ilegal- y no se les haya reconocido el derecho a la protección internacional, habrán de ser devueltos a sus países de origen. Este es uno de los aspectos más complicados en la lucha contra la inmigración ilegal, porque a veces no puede documentarse a las personas, otras veces el Estado de su nacionalidad no acepta su readmisión, o solo lo hace en pequeños números, y porque las operaciones de retorno son costosas y siempre muy sensibles. La UE, como complemento a las devoluciones practicadas por las autoridades nacionales, ha firmado acuerdos de readmisión y allana el camino a la cooperación de países de origen y tránsito con importantes ayudas financieras para la gestión migratoria. El nuevo reglamento de asilo y migración, que aún no ha entrado en vigor, establece una serie de medidas con un mecanismo de solidaridad obligatorio, aunque flexible, pues se podrá elegir la modalidad de contribución financiera, para ayudar a los Estados miembros con mayor número de entradas irregulares, según determinados requisitos.
Este es, de manera muy sucinta, el esquema de la política migratoria de la UE. Deriva, como se ha dicho, de la decisión de abolir, salvo de modo excepcional, los controles en las fronteras interiores. Es políticamente neutral: reprime la inmigración ilegal hasta donde los Estados miembros quieran llegar, pero, por la capacidad negociadora y de presión de la UE, da a las medidas que se adopten una potencia de fuego de la que carecen los Estados miembros por separado. Estos son los que deciden si siguen siendo partes de la Convención de Ginebra de 1951 y su Protocolo de 1967, y, a través del procedimiento de decisión comunitario, los que determinan, junto a la Comisión y el Parlamento Europeo, qué cantidades se van a destinar para fortalecer la frontera exterior –no sólo a través de Frontex, sino, más recientemente, incluso con la construcción de infraestructuras-, qué cantidades se van a destinar a países terceros para ayudarles en la gestión de los flujos migratorios y colaborar a que disminuya el número de irregulares que llega a territorio europeo, e incluso qué mecanismos de presión adicionales se podrían emplear para que, en su caso, negocien o cumplan acuerdos de readmisión.
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Entre los grupos políticos que integran el consenso europeo se ha producido un endurecimiento de la política migratoria. Nada impediría al grupo de Patriotas por Europa, si consiguiera ser el mayoritario en el Consejo y en el Parlamento, endurecerla aún más y así, por ejemplo, a imitación de lo que está haciendo el presidente Trump, amenazar con un aumento de aranceles adicional a los ya anunciados para los países reacios a admitir a sus nacionales. Quiero decir, la UE ofrece a los Estados miembros una capacidad de influencia en el diálogo migratorio con países de origen y tránsito mucho mayor que la de cada uno por separado, sobre la base de las prioridades e instrumentos que determine la correlación de fuerzas políticas de cada momento.
Parecidas consideraciones son de aplicación a la agenda verde: la UE es solo un instrumento que potencia las aspiraciones en este punto de las fuerzas europeas mayoritarias, pero de igual manera podría revertir su actuación en este ámbito si la opinión pública europea cambiara y forzara una adaptación de las agendas de los distintos partidos políticos al nuevo estado de opinión.
Por tanto, si los partidos que integran el grupo Patriotas por Europa consiguieran imponerse como la fuerza mayoritaria en las elecciones europeas y las respectivas nacionales, la UE sería el instrumento idóneo para seguir endureciendo la política migratoria y dar un viraje pronunciado en lo que se refiere a los objetivos, financiación e instrumentos al servicio de la transición ecológica. No se entiende, por tanto, la hostilidad de este grupo hacia la UE en sí, si se recuerda además que ésta no tiene competencias en materias muy sensibles para esta ideología como el aborto, la ideología de género y los matrimonios homosexuales.
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Descarto en principio, precisamente por el patriotismo de que hacen gala estas fuerzas políticas, que la hostilidad hacia la UE tenga similar origen a la que le profesa la Rusia de Putin, que considera que a los intereses rusos, según él los interpreta, conviene más una Europa dividida que unida. Ni creo que sus razones sean las mismas que explican la hostilidad de la Administración Trump hacia la UE, como una mayor capacidad negociadora en virtud del arancel común, mayor coercitividad gracias a la política común de competencia y anti-trust, o el "efecto Bruselas" erga omnes de los reglamentos que afectan al mercado interior, pues todos estos factores permiten una mejor protección a productores y consumidores europeos frente a la competencia, especialmente la desleal, proveniente de terceros Estados.
Quizá haya, pues, alguna otra razón que explique la hostilidad de este sector ideológico al proyecto de integración europea, y es posible que ni siquiera sea compartida por todas las fuerzas políticas que lo integran. A qué me refiero en concreto será objeto de otro artículo.
*Juan González-Barba, diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).
El patriotismo es un sentimiento casi universal. Su manifestación más pura es la que se experimenta en la guerra contra el enemigo: se presenta entonces como un sentimiento sin fisuras, que permite una comunión unánime de todos los patriotas, especialmente al principio de la guerra o a su final, siempre que se haya logrado la victoria, porque la derrota es siempre un disolvente del consenso patriótico. En tiempos de paz, sin embargo, es más complicado delimitar el verdadero patriotismo. ¿Se identifica con determinados valores y no otros? ¿Requiere la misma interpretación de la historia nacional, poniendo énfasis en tal o cual acontecimiento y disminuyéndolo en otros? ¿Es verdadero patriotismo aquel que deslegitima a los connacionales que no comparten los mismos valores o interpretan el pasado nacional de distinto modo? ¿Puede sacrificarse la patria en el altar de una unión supranacional o, incluso, de un universalismo despojado de emociones?