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Las cien trampas del referéndum
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Las cien trampas del referéndum

La aparatosa declaración de Aragonès​ debe interpretarse en el marco estricto de la campaña electoral. Una cosa es que Puigdemont le haya birlado el éxito de la amnistía y otra que se apropie también de la bandera del referéndum

Foto: El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, durante el Consell Nacional de Esquerra Republicana. (EFE/Quique García)
El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, durante el Consell Nacional de Esquerra Republicana. (EFE/Quique García)
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Hay que ver con qué pasión han abrazado últimamente los independentistas catalanes el artículo 92 de la Constitución. En el acuerdo para la investidura de Sánchez, negociado en territorio belga entre Puigdemont y el PSOE, apareció este párrafo: “Junts propondrá la celebración de un referéndum de autodeterminación sobre el futuro político de Catalunya amparado en el artículo 92 de la Constitución”. Ni una mención a expresiones como “independencia”, “Estado propio” o “República catalana”, imprescindibles hasta ese momento en el vocabulario separatista.

Los negociadores del PSOE usaron esa frase para exhibir con alborozo la presunta vocación de Junts de aceptar definitivamente la legalidad española e incorporarse lealmente al funcionamiento institucional del Estado. La fábula les duró lo que tardaron Puigdemont y sus portavoces en aclarar las cosas: no renuncian a la vía de hecho (en cursi, unilateralidad) y mucho menos a la independencia. Puigdemont terminó de precisarlo en su reciente “discurso de la restitución”: si de aquí a 2027 no lo conseguimos por las buenas, volveremos a hacerlo por las malas, pero mejor que la vez anterior (obsérvese que 2027 es, casualmente, el año en que debería haber elecciones generales en España si la legislatura se completara).

Demasiada presión para ERC. El partido que hoy gobierna la Generalitat en solitario ha convocado unas elecciones anticipadas y ahora se ve ante el abismo de quedar tercero el 12 de mayo y forzado a hacer una de estas tres cosas pavorosas: investir a Puigdemont, investir a Salvador Illa o provocar el bloqueo y la repetición de las elecciones en otoño. En cualquier caso, regresar a la condición de partido subalterno.

La aparatosa declaración de Aragonès debe interpretarse en el marco estricto de la campaña electoral. Una cosa es que Puigdemont le haya birlado el éxito de la amnistía y otra que se apropie también de la bandera del referéndum, además de convertirse en la estrella de la campaña con su esperado regreso. Así que había que envidar más fuerte, y el candidato de ERC lo hizo ayer con una propuesta tan efectista como delirante: un referéndum pactado, sí; en el marco del artículo 92, también, pero con la única pregunta correcta: “¿Queréis que Catalunya sea un Estado independiente”? Ahí queda eso, Carles, mejóralo si puedes.

Naturalmente, todos los actores de esta farsa -Sánchez, el PSC, el PP, Puigdemont, ERC y el Tribunal Constitucional al completo- son plenamente conscientes de que nada de esto es viable sin barrenar previamente la Constitución española. Ni en la versión edulcorada redactada para habilitar el voto de Junts a Sánchez en la investidura, ni en la provocativa que Aragonès se sacó ayer de la manga para recuperar un poco de aire en la campaña. Es más, la convicción de que todo es mentira resulta un alivio para todos ellos.

Recordemos el texto del artículo 92, porque en los próximos meses nos hartaremos de glosarlo hasta la náusea: “Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos. El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados”.

Foto: La portavoz y ministra de Educación, Pilar Alegría, antes de la rueda de prensa posterior a la reunión del Consejo de Ministros. (Gustavo Valiente/Europa Press)

La madre del cordero está en la expresión “todos los ciudadanos”. Cualquiera entiende que se refiere a todos los ciudadanos españoles; por ello la convocatoria del Rey, la propuesta del presidente del Gobierno y la autorización del Congreso. Cualquiera entiende que se excluye de raíz un referéndum de esa naturaleza en el que el cuerpo electoral se limite a los habitantes de un territorio y no a toda la población española.

Sin embargo, esa será justamente la trampa argumental que nos tenderán unos y otros para mantener viva la cuestión, que es lo que finalmente se busca. Igual que, llegado el momento, brotaron los expertos juristas del espacio oficialista que descubrieron súbitamente la constitucionalidad de la amnistía, es relativamente sencillo que nos enreden en un debate farragoso sobre lo que significa o no “todos los ciudadanos”. Es decir, lo accidental como forma de opacar lo nuclear.

Lo nuclear no es quién vota o no, sino lo que se vota. La liebre falsa del artículo 92 (una norma puramente instrumental) tiene la función de que se olvide la prescripción esencial en esta materia, que aparece tan pronto como en el artículo 2: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.

Da igual quién y cómo se vote. No existe ninguna vía legal, pactada o no pactada, que permita cuestionar “la indisoluble unidad de la Nación española” sin abrir previamente un proceso constituyente -más bien destituyente- que incluya derogar el artículo 2 y, con él, la Constitución entera. Y eso sí exigiría el voto favorable, por dos veces, del Congreso y el Senado y de la mayoría de los españoles en un referéndum específico para aprobar la partición de España, pasando por una disolución de las Cortes y unas elecciones generales. Cualquier otro camino sería un golpe de Estado y su primer efecto sería la expulsión fulminante de España de la Unión Europea.

Así pues, un referéndum que contemple directa o indirectamente la secesión de una parte de España es metafísicamente imposible mientras esta Constitución esté en vigor. Lo que no significa que el asunto esté resuelto políticamente.

Lo que los independentistas quieren arrancar a Sánchez -y este estaría probablemente dispuesto a conceder si ello fuera necesario para conservar el poder- es que el tema del referéndum permanezca abierto en el debate político y que en algún momento haya una votación, consentida por el Gobierno, que pueda interpretarse como una expresión de voluntad mayoritaria de los catalanes para seguir haciendo camino e incendiar aún más el conflicto del que se alimenta la existencia del nacionalismo.

Es la vigencia del conflicto y no su solución lo que interesa a ambas partes. Al sanchismo, porque le permite intimidar a su base electoral con la llegada de la derecha al poder. Y a los nacionalistas, porque es lo que les da de comer. Por definición, no hay nacionalismo sin enemigo y sin conflicto.

La operación realmente en marcha pasaría por regresar al llamado “derecho a decidir” como contenido de la votación. Imaginen que, tras fatigosas negociaciones de varios años, se llegara a realizar una consulta no vinculante con una pregunta tan gaseosa como esta: “¿Desea que los catalanes decidan su propio futuro político?”.

¿Quién respondería a eso que no? Ni los catalanes, ni los de Albacete ni nadie. En una cosa tan aparentemente inocua como esa coincidirían de nuevo el PSC y los separatistas con la izquierda española, la derecha quedaría aislada en su negativa, la pregunta quizá pasaría el filtro de un Tribunal Constitucional amigable y el resultado sería aplastantemente favorable. A partir de él, cada cual lo interpretaría a su gusto. Pero es obvio que, aunque ello no condujera inmediatamente a la secesión, el avance político del independentismo y el retroceso del constitucionalismo serían gigantescos.

Es la vigencia del conflicto y no su solución lo que interesa a ambas partes

Así planteado, se dirá que ello no satisface la demanda del nacionalismo y que Sánchez no se atreverá a dar ese paso (este es un argumento favorito de los biempensantes desmentido cien veces por la realidad). Denles tiempo y, mientras tanto, repasen el tenor literal del pacto PSOE-Junts por si en él encuentran alguna pista.

Además, si de resultas del 12-M Puigdemont es el próximo presidente de la Generalitat (lo que considero algo más que verosímil), amainarán los problemas de Sánchez para continuar la legislatura eludiendo las temidas elecciones generales y Zapatero podrá dejar de patronear en la sombra la negociación de Ginebra y, desde la plataforma que le proporcione su prohijado político, ocuparse de jalear los populismos latinoamericanos y dar la bienvenida a la próxima hegemonía de China, que es lo que más le gratifica.

Hay que ver con qué pasión han abrazado últimamente los independentistas catalanes el artículo 92 de la Constitución. En el acuerdo para la investidura de Sánchez, negociado en territorio belga entre Puigdemont y el PSOE, apareció este párrafo: “Junts propondrá la celebración de un referéndum de autodeterminación sobre el futuro político de Catalunya amparado en el artículo 92 de la Constitución”. Ni una mención a expresiones como “independencia”, “Estado propio” o “República catalana”, imprescindibles hasta ese momento en el vocabulario separatista.

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