Tribuna Internacional
Por
A izquierda y derecha, el miedo domina la política
Deberíamos recordarlo cuando votemos: no estamos optando entre la salvación y la destrucción, sino entre algo un poco preferible y algo un tanto detestable
Yuval Noah Harari, el famoso autor de Sapiens, lleva años anunciando que las máquinas están poniendo en riesgo la democracia y la civilización. Con la popularización de los chats de inteligencia artificial, su análisis se ha vuelto más radical: "De lo que estamos hablando —escribió recientemente— es del posible final de la historia humana". Hace unas semanas, tras la muerte de una enfermera apuñalada, Emmanuel Macron afirmó que la sociedad francesa vive un proceso de "descivilización" que no solo tiene que ver con la política, sino con los valores dominantes en ciertas partes de la sociedad (la derecha lepenista utiliza un término más fuerte: ensauvagement, 'asalvajamiento'). Según algunos análisis políticos, uno pensaría que en España no estamos en campaña electoral, sino inmersos en un choque apocalíptico entre dos fuerzas irreconciliables: sus respectivas élites comunicativas anuncian que, si vencen los otros, estaremos ante el fin de la libertad, de la prosperidad, de la Constitución o hasta de la nación misma.
Hace tiempo que hablamos de lo mucho que nos excita la polarización. Pero quizás a lo que nos hemos vuelto adictos es al pesimismo.
La omnipresencia del miedo
Porque el miedo es el valor cultural que domina la política occidental ahora mismo. No es algo nuevo. Pero es ubicuo y se ha convertido en declinismo: la sensación de que estamos sumidos en procesos sociales —tecnológicos, demográficos, morales, políticos, económicos o de cualquier otro tipo— que nos llevan de manera casi inevitable a la degradación y el fracaso. Lo interesante es que esa sensación se ha instalado de manera simétrica en los dos bandos.
La izquierda teme que los años de logros en cuestiones morales, que van del matrimonio gay que abanderó Zapatero a la atención a los trans que ha apoyado Sánchez, hayan generado una reacción conservadora que pueda dar pie a una era de oscuridad y pérdida de derechos. Teme que la derecha impida llevar a cabo una transición ecológica rápida, y ya tiene un nombre para ese miedo: ecoansiedad, que algunos jóvenes dicen sentir de manera acusada. Teme que sus recetas para disminuir la desigualdad sean rechazadas por la clase media egoísta. Teme que el sistema cultural que le da estatus se desmorone debido a una combinación de avances tecnológicos e indiferencia general. Teme el fin del experimento político que más le ha excitado en los últimos 20 años: un Gobierno de coalición que mezclaba la tecnocracia académica con los impulsos retóricos destituyentes.
Para la derecha, está el miedo a que la izquierda haya institucionalizado su poder de persuasión en los medios y los centros educativos, de tal modo que su programa moral sea irreversible. Teme que desaparezcan formas de vida —ligadas a la tradición, los animales, el campo ola religión— que, en realidad, están dejando de interesar a las masas, pero que considera un refugio ante una modernidad que cada vez le desagrada más. Tiene pánico moral a que las políticas redistributivas generen una sociedad en la que las clases bajas no se sientan motivadas para trabajar ni para disciplinar a sus hijos. En España, teme, como ha hecho durante 20 años, que en algún momento la alianza de la izquierda y el nacionalismo periférico destruyan la Constitución y, con ella, el país.
Para los centristas, por supuesto, el miedo es que estas dos mentalidades catastrofistas y todavía minoritarias dominen la política y la conviertan en un juego de extremos. Nos dirigimos hacia eso. El miedo engendra radicalismo. Y mi apuesta es que beneficia electoralmente al de derechas.
Protégeme de todo lo que no me gusta
En 2015, un incipiente think tank político me preguntó cómo definiría la mentalidad con la que los españoles, y los europeos, estábamos saliendo de la crisis. Me pareció que, en ese momento, el ciudadano común esperaba del Estado que le dejara en paz cuando las cosas fueran bien —que le cobrara pocos impuestos, que le quitara burocracia—, pero que le protegiera cuando fueran mal. Era una postura egoísta y quizás inviable desde un punto de vista fiscal, pero humanamente comprensible. Ese estado de ánimo ha durado poco. Ahora, creo, el ciudadano común espera que el Estado le proteja de lo que no le gusta y teme. Que un Estado grande y un poco autoritario regule, prohíba, condene y postergue las muchísimas cosas que teme. No solo para evitar el declive económico. Sino, sobre todo, lo que percibe como declive cultural y moral.
Al menos mientras las instituciones democráticas sigan en pie, cosa que es previsible que ocurra, no deberíamos dejarnos llevar por la histeria y la paranoia. Pero en política no importa si lo que se siente es cierto, sino sus efectos. Y uno de los efectos del miedo es que nos hace ser crueles. En consecuencia, la crueldad está en auge en Occidente: nuestra política democrática se basa cada vez más en el castigo a quien nos parece, de manera más o menos irracional, una amenaza. La izquierda dura cree que se trata de una casta que abarca desde los altos ejecutivos de las empresas cotizadas hasta algunos presentadores de televisión y centenares de miles de hombres de mediana edad. Con una vergonzosa frecuencia, la derecha radical cree que la amenaza son los más débiles de la sociedad: los inmigrantes menores, las minorías acosadas, las mujeres acorraladas o las clases bajas sin mecanismos de ascenso.
Por supuesto, existen algunos motivos para tener miedo. Se está produciendo una guerra en Europa, Occidente pierde peso relativo en el mundo, no entendemos la tecnología a la que estamos cada vez más enganchados, y todo indica que el cambio climático no solo nos achicharrará, sino que generará nuevas y conflictivas brechas sociales. Además, hay en marcha un cambio generacional que genera enormes cotas de ansiedad cultural. Pero las sociedades democráticas no están condenadas al declive, ni mucho menos al colapso. Sin embargo, el miedo a ambas cosas sí puede llevarnos hacia preferencias autoritarias que acaben provocando esa decadencia. Deberíamos recordarlo cuando votemos: no estamos optando entre la salvación y la destrucción, sino entre algo un poco preferible y algo un tanto detestable.
Yuval Noah Harari, el famoso autor de Sapiens, lleva años anunciando que las máquinas están poniendo en riesgo la democracia y la civilización. Con la popularización de los chats de inteligencia artificial, su análisis se ha vuelto más radical: "De lo que estamos hablando —escribió recientemente— es del posible final de la historia humana". Hace unas semanas, tras la muerte de una enfermera apuñalada, Emmanuel Macron afirmó que la sociedad francesa vive un proceso de "descivilización" que no solo tiene que ver con la política, sino con los valores dominantes en ciertas partes de la sociedad (la derecha lepenista utiliza un término más fuerte: ensauvagement, 'asalvajamiento'). Según algunos análisis políticos, uno pensaría que en España no estamos en campaña electoral, sino inmersos en un choque apocalíptico entre dos fuerzas irreconciliables: sus respectivas élites comunicativas anuncian que, si vencen los otros, estaremos ante el fin de la libertad, de la prosperidad, de la Constitución o hasta de la nación misma.
- El gigante reticente: por qué Alemania siempre tiene dudas Ramón González Férriz
- Hombres viejos dominan la política global. No es una buena noticia Ramón González Férriz
- La nueva líder italiana con la que soñaba la izquierda europea Ramón González Férriz