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Una Cierta Mirada
Por
Un exceso de competencia en la política y de incompetencia en los políticos
No es que ignoraran el peligro, es que decidieron aprovecharlo para asestar una puñalada al enemigo en un territorio singularmente sensible
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Escuchemos una conversación ficticia:
-Hola, Alberto (también valdría “hola, Pedro”, aunque lo primero es más lógico). Te llamo por lo de la gota fría. Las previsiones indican que la cosa viene muy fuerte. La situación es peligrosa, especialmente en Valencia, y es probable que haya que tomar decisiones extraordinarias. Quería informarte e intentar coordinar la respuesta, ya que vosotros gobernáis allí en la comunidad y en los principales ayuntamientos.
-Gracias, presidente. Nosotros tenemos la misma impresión. Si la inundación se desborda, el peligro es grande; como sabes, hay muchos antecedentes en esa zona. He hablado con Carlos (Mazón) y ya está preparando un mecanismo especial para hacer frente a la situación, alertando a los alcaldes y en contacto con el delegado del Gobierno y con el Ministerio del Interior.
-Me dicen que la mayor amenaza sería en Valencia, pero que también hay peligro en otras comunidades. No descartamos que haya que ir al máximo nivel de emergencia, incluso considerar el estado de alarma. Yo estoy de viaje oficial en India, pero he decidido cancelar los últimos compromisos y regresar inmediatamente a Madrid. Si se confirma el peor escenario, deberíamos vernos. ¿Te parece bien?
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-Por supuesto, sabes que estoy disponible en casos como este. Es muy importante que todo el mundo colabore para evitar desgracias mayores.
-De acuerdo, me voy al aeropuerto. Hablaré con Mazón para que me cuente lo que están preparando allá y te llamaré en cuanto aterrice. Mientras, le digo a Fernando (Grande-Marlaska) que se mantenga en contacto con vosotros.
-Bien, así quedamos. Buen viaje.
Qué normal parece todo, ¿no? No tengo duda de que una conversación de ese tenor, o muy parecido, se habría producido entre cualquiera de los presidentes anteriores, de Adolfo Suárez a Rajoy, y los anteriores líderes de la oposición, de Felipe González al propio Sánchez antes de 2018.
No es necesario que exista ninguna clase de proximidad política o simpatía personal entre el jefe del Ejecutivo y el de la oposición para que las cosas se hagan así. Antonio Caño ha recordado recientemente el último gran ciclón en Florida, con Joe Biden en la Casa Blanca y Ron DeSantis como Gobernador del Estado. Todo funcionó como un reloj y, gracias a ello, se salvaron miles de vidas. Si se presentara una amenaza semejante en Múnich, al canciller socialdemócrata le faltaría tiempo para hablar con el líder de la CDU y ponerse a trabajar mano a mano con el jefe conservador del Gobierno de Baviera. Se llama lealtad institucional, esa cosa que no aparece literalmente en la Constitución ni se regula en una ley, pero sin la que es imposible que funcione un Estado democrático con una estructura federal o altamente descentralizada. En ellos, la lealtad institucional es mucho más que un deber de cortesía; es un requisito ineludible de operatividad. Ha de practicarse, aunque sólo sea en defensa propia, porque lo contrario conduce a un fracaso seguro.
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Nada de eso sucedió aquí. Ni Sánchez consideró necesario regresar a España incluso cuando la cifra de muertos ya se aproximaba al centenar, ni tuvo el menor contacto con el líder de la oposición, cuyo partido, además de ser el más numeroso en ambas Cámaras, gobierna en la mayoría de las comunidades autónomas y de los Ayuntamientos.
No es una excepción, sino la norma en esta democracia envenenada por el sectarismo más cerril que se ha padecido en la política española desde la muerte del dictador. Sánchez, maniatado voluntariamente por una alianza orgánica con las fuerzas destituyentes, no ha hecho el menor intento de hablar con el líder del PP sobre la ley de amnistía, sobre la formación de Gobierno en Cataluña, sobre la financiación autonómica, sobre la candidatura de Teresa Ribera para la Comisión Europea -por citar sólo algunos ejemplos recientes-. Tampoco, ¡ay! sobre la amenaza, conocida previamente, de una DANA que ha costado más de 200 muertos y la destrucción de una región entera de España. Ha tardado más de un año en recibir a los presidentes autonómicos elegidos en 2023, y lo ha hecho a beneficio de inventario, en reuniones para la galería deliberadamente desprovistas de todo contenido. La presidenta de Madrid se permitió la chulería de alimentar su leyenda con un plantón desafiante y varios de sus colegas se quedaron con ganas de hacer lo mismo.
El PP y el PSOE tienen el 65% del voto ciudadano y ocupan casi el 90% del poder institucional, pero la conversación entre sus líderes parece erradicada, incluso en circunstancias extremas. El término polarización es un eufemismo benévolo para describir la política española, autocondenada al cisma y, por ello, a la inoperancia. No es que este sea un Estado fallido, como se ha dicho: es que ha devenido en un Estado onanista y estéril, incapaz de atender sus obligaciones más elementales. Por ejemplo, la de proteger la vida de las personas en una catástrofe que se vio venir y se despreció por la inercia de la degollina partidista, que produce ceguera.
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En este episodio mortal se queda corto subrayar la incompetencia de los gobernantes, siendo esta inmensa y difícilmente soportable. Es más ajustado reconocer que ha sobrado mala fe política por ambas partes. No es que ignoraran el peligro, es que decidieron aprovecharlo para asestar una puñalada al enemigo en un territorio singularmente sensible. A Sánchez la mala fe se le supone, forma parte de su naturaleza. Como los vampiros, no puede evitarlo cuando alguien le ofrece el cuello. Mazón, enfundado en un traje que le viene grande por varias tallas, intentó ejercer de aprendiz de brujo para hacer méritos como Ayuso y el infierno le pilló con el teléfono desconectado durante las cinco horas más tenebrosas de su vida. Feijóo sigue cazando moscas desde que se trasladó a Génova (va a ser cierto que esa sede está maldita), sin querer enterarse de lo que tiene enfrente. Como dijo Romanones, ¡Joder, qué tropa!
Dicen que hay que reconstruir ese territorio de arriba abajo para devolver un hábitat decente a cientos de miles de personas que perdieron todo lo que tenían mientras uno cenaba con su señora en Bombay y otro comía largamente con una periodista con el teléfono apagado. Nos han embarcado en una discusión absurda sobre quiénes tienen que dimitir, como si eso sirviera para algo a estas alturas o se atisbaran sustitutos más capaces en uno y otro equipo.
Si quisieran hacer algo verdaderamente útil y, a la vez, empezar a hacerse perdonar su comportamiento infame, no haría falta inventar nada nuevo: el sentido común político ofrece una solución clara. La tarea de la reconstrucción es tan gigantesca que sobrepasa la capacidad de un solo partido. Fórmese en la Comunidad Valenciana un Gobierno de unidad entre el PP y el PSOE, presidido por una figura de prestigio y consenso transversal, con la reconstrucción como único punto programático y un plazo acordado para convocar elecciones. Acompáñese ese acuerdo con otro a nivel nacional para coadyuvar a esa tarea. Y desígnese una comisión independiente y multidisciplinar (las comisiones parlamentarias de investigación han demostrado ser artefactos apestosos) que elabore un Libro Blanco exhaustivo sobre las causas estructurales y coyunturales de la catástrofe, para que al menos sirva de orientación a los futuros gobiernos.
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No hace falta que me digan que eso es imposible: lo sé de sobra. La cuestión es quiénes y por qué hacen imposible lo deseable, en este y en todos los espacios de la vida pública. La única respuesta que se me ocurre es que en la España de Sánchez se padece un exceso enfermizo de competencia en la política, acompañado de un grado abrumador de incompetencia en los políticos. Una mezcla indigesta donde las haya. Así que va a tener razón Rubén Amón: hay que elegir entre irse a Portugal o al carajo, por mencionar dos lugares próximos.
Escuchemos una conversación ficticia: