Una Cierta Mirada
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Un congreso banal entre llamas y el punto de no retorno
Cuando la tarea de gobernar se hace inviable y se sustituye por la de resistir a cualquier coste, es que se ha pasado el punto de no retorno
Desde que el PSOE se inoculó el virus plebiscitario de las mal llamadas primarias, sus congresos federales devinieron en rituales aclamatorios, vacuos festivales onanistas de automasajes y parabienes, tan efímeros como un castillo de fuegos artificiales. El método caudillista de Sánchez y la endodoncia masiva que ha practicado a su partido sólo ha servido para extremar la inanidad de esas saturnales de la sumisión al césar.
Un congreso del partido comunista chino contiene más incertidumbre política que uno del partido de Sánchez. En ambos se practica mayormente la hermenéutica del aplauso: las ovaciones al líder se hacen interminables porque nadie quiere quedar señalado como el primero que dejó de dar palmas.
El autohomenaje que tendrá lugar en Sevilla este fin de semana es, en sí mismo, tan insustancial como los anteriores de la era sanchista. Este se cualifica políticamente no por lo que ocurra dentro del recinto, sino por lo que está sucediendo fuera de él. Si siempre hay algo de campana neumática entre los congresos de los partidos y la realidad exterior, en esta ocasión los organizadores tendrán que hacer un esfuerzo excepcional para que la avanzada putrefacción del artefacto no penetre al interior ni la desorientación y el pánico se reflejen en los rostros de los asistentes.
Para quien no esté al tanto: Pedro Sánchez no será votado en ese congreso como secretario general del PSOE. Está proclamado formalmente desde el 1 de octubre, cuando se constató que era candidato único y, por tanto, no hubo necesidad de que los militantes votaran (por cierto, el 95% de las delegaciones también han sido “elegidas” como listas únicas adictas al mando).
Así pues, el contenido político del congreso se reducirá a acatar la resolución dictada por Sánchez y refrendar la lista de miembros de su corte que él mismo suministrará, además de escuchar una sucesión de panegíricos untuosos y glosar al discurso final del jefe, que probablemente haya sufrido varias reescrituras al compás de las recientes sacudidas políticas y judiciales. Lo demás serán guirnaldas navideñas para disimular la aluminosis.
Lo de Madrid se quedaría en una turbulencia innecesaria si no fuera por los vaivenes de Juan Lobato -siempre al santo y a las limosnas- y la infinita torpeza de quienes manejan la política a patadas. Cuando se desató el huracán de las andanzas de Begoña Gómez, los centuriones de Moncloa creyeron poder contrarrestar el escándalo aireando los problemas fiscales del novio de Ayuso. Embarcaron en el intento al Gobierno en pleno, a Hacienda, al fiscal general del Estado y a toda la flota mediática del oficialismo, además de someter a una prueba de estrés a su pusilánime dirigente en Madrid, cuya sentencia se firmó hace tiempo. Vano empeño. Observen el resultado de la brillante maniobra: Álvaro García Ortiz va camino del banquillo mientras la institución que dirige se ha echado encima unas cuantas paletadas más de barro. Lo de Begoña Gómez pinta cada día peor para ella y para su marido (ya está imputada por cuatro presuntos delitos y Aldama aún no ha empezado a hablar de la pareja y su circunstancia). El PSOE se ha buscado un bonito conflicto interno en su federación históricamente más ingobernable y el director del gabinete monclovita -ahora ministro para la Pendencia- corre grave peligro de que lo empapelen por esta y algunas otras imprudencias que apadrinó o encubrió. Mientras, Isabel Díaz Ayuso sigue reinando en Madrid sin que la historia de su novio le haya arañado ni medio voto. Ovación y vuelta al ruedo para los estrategas.
Ojalá fuera sólo lo de Begoña -aunque ese es, sin duda, el episodio que ha descompensado por completo a Pedro Sánchez, induciéndolo a cometer errores en cadena-. El Gobierno tiene abiertos muchos más frentes de los que es capaz de abarcar aunque se dedique íntegramente a tapar agujeros con abandono total de la función de gobernar.
Además de su mujer, su propia persona y el que ha sido hasta hace muy poco su núcleo íntimo de colaboradores en la Moncloa, Sánchez tiene a medio Gobierno expuesto a acciones judiciales ya en marcha o en gestación. La mancha de la corrupción avanza como una descarga masiva de chapapote, enturbiando cada amanecer sin que nada de lo que se intenta logre contenerla. Ya no funciona lo de la amnesia colectiva: cada nuevo escándalo no sólo no tapa el anterior, sino que aumenta su efecto corrosivo. Porque, además, todos se enlazan entre sí formando una madeja oscura y espesa en cuyos detalles es fácil perderse, pero que desprende un olor crecientemente hediondo. Es como si hubiera caído una bomba de racimo sobre el recinto presidencial, con una derivación cutre hacia Ferraz.
Hoy no es inverosímil que, en algún momento, cualquiera de los diversos jueces que investigan causas del máximo peligro radiactivo para el Gobierno encuentre indicios suficientes para solicitar al Tribunal Supremo que declare investigado al presidente del Gobierno. Si ello sucediera, al margen de su efecto judicial, estaríamos ante una situación política nueva e inédita, que obligaría a todos los partidos a reconsiderar su posición en el tablero.
La catástrofe de Valencia no ha contribuido precisamente a elevar el crédito social de los políticos; y es sabido que, cuando eso sucede, quien más lo padece es quien está en el Gobierno. El oficialismo se esfuerza, con empeño digno de mejor causa, en volcar el reproche ciudadano contra el PP (contando con la colaboración de este, siempre proclive a disparar primero y pensar después); pero, pese a Mazón y compañía, el evidente daño reputacional de la oposición no compensa el del Gobierno. Resultó brutal el contraste del Rey con Sánchez frente al Rey sin Sánchez en la zona cero de la riada.
El partido (por llamarlo de alguna manera) que comparte Gobierno con el PSOE está listo para el desecho. La otrora refulgente Yolanda Díaz es definitivamente un juguete roto, y sus compañeros de viaje buscan ya la vía de escape (los comunes, Compromís) o Errejón le ha pegado un tiro en la sien (Más Madrid). Por ese lado, a Sánchez le queda poco que esperar, salvo la venganza en frío de Pablo Iglesias.
En el bloque que hizo posible la investidura se ha abierto en canal la fractura entre los partidos de derechas (PNV, Junts, Coalición Canaria) y los nacionalistas de la extrema izquierda (ERC, Bildu, BNG). Cada cosa que hay que votar en el Congreso obliga a equilibrios inverosímiles que frecuentemente pasan por engañar a todos, ganar tiempo o perpetrar descarados fraudes de ley. Varios partidos de la precaria mayoría recalculan ya sus estrategias pensando en el postsanchismo. No se atisba qué clase de milagro sería capaz de hacer revivir esta legislatura para que de ella salga algo productivo.
Salvando todas las distancias (sobre todo las abismales del material humano), este período me recuerda al último de Felipe González, entre 1993 y 1996. Me refiero al grado de descomposición de un Gobierno acorralado por todos sus flancos, atosigado por sí mismo, impotente para gobernar y con su crédito político agotado. Ahora como entonces, sólo el temor a la alternativa simula mantener a flote un barco que ya ha perdido la fuerza y el rumbo. Pero no se vive eternamente del “no pasarán”.
Siempre he pensado que a España y al PSOE les habría venido mejor perder las elecciones en 1993 y dar paso a la alternancia. Igualmente, creo que el error de base de Pedro Sánchez y la fuente de sus desgracias actuales fue obcecarse con el “somos más” y empeñarse en seguir gobernando tras el 23 de julio de 2023, frente a la evidencia de que ni las condiciones objetivas ni las subjetivas le permitirían hacer otra cosa que atarse al mástil y resistir.
Los pronósticos sobre la duración de la legislatura son fútiles, porque el botón que puede finalizarla está en manos de una persona tan poco normal como Sánchez. Hay agonías muy largas. Pero cuando la tarea de gobernar se hace inviable y se sustituye por la de resistir a cualquier coste, es que se ha pasado el punto de no retorno. Sólo nos queda saber cuánto tiempo más nos harán perder y si el PP de Feijóo tiene algo que ofrecer al país, además de la cantinela de derogar el sanchismo.
Desde que el PSOE se inoculó el virus plebiscitario de las mal llamadas primarias, sus congresos federales devinieron en rituales aclamatorios, vacuos festivales onanistas de automasajes y parabienes, tan efímeros como un castillo de fuegos artificiales. El método caudillista de Sánchez y la endodoncia masiva que ha practicado a su partido sólo ha servido para extremar la inanidad de esas saturnales de la sumisión al césar.
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